El moscardón y el maestro:
El calor del verano era sofocante y el sudor corría por la frente del samurai.
En el engawa del dojo unas pequeñas campanillas furin pendían de la entrada. Ni
siquiera una ligera brisa les arrancaba el mas mínimo sonido.
El hombre descalzó sus zoris y subió al entarimado de madera de la entrada,
saludo con una reverencia al primogénito del maestro de kenjutsu a cuya lección
del día pretendía asistir.
El calor del verano era sofocante y el sudor corría por la frente del samurai.
En el engawa del dojo unas pequeñas campanillas furin pendían de la entrada. Ni
siquiera una ligera brisa les arrancaba el mas mínimo sonido.
El hombre descalzó sus zoris y subió al entarimado de madera de la entrada,
saludo con una reverencia al primogénito del maestro de kenjutsu a cuya lección
del día pretendía asistir.
La fama de este maestro era conocida en varias provincias aunque se decía que la
edad y la enfermedad estaban minando lentamente la salud del anciano. Pronto su
hijo heredaría la escuela y enseñaría en su lugar.
El samurai, afiliado a un clan y experto también en el manejo de la katana y en
las técnicas de combate de su propio ryu, tenia permiso expreso de su señor para
recorrer el país como lo hacían otros muchos samurais y ronin en estos tiempos
de relativa paz después que los Tokugawa asumieran la dirección del país.
Los alumnos se sentaban en seiza, alineados a lo largo de la pared, en actitud
concentrada y respetuosa, esperando la entrada del maestro.
El samurai fue
conducido por el primogénito hasta el lugar de honor y ambos tomaron asiento,
plegando con cuidado sus hakamas. Casi enseguida sus semblantes se volvieron
inexpresivos, mirando al frente y entrando en un estado de meditación y
recogimiento. En el silencio del lugar se oía como un trueno, por encima del
lejano rumor de las semi eternamente presentes en el verano, el zumbido de un
moscardón que vagaba de un lado a otro, posándose donde se le antojaba.
Un instante después el anciano maestro hizo su entrada deslizando muy suavemente
sus pies sobre la pulida madera. Después de los saludos rituales, su figura
erguida en el centro de la sala era la imagen perfecta del guerrero a punto de
comenzar un combate, ese estado de calma, de vacío, de presencia en el instante
y a la vez distancia y desapego, característico de los practicantes formados en
la Vía.
conducido por el primogénito hasta el lugar de honor y ambos tomaron asiento,
plegando con cuidado sus hakamas. Casi enseguida sus semblantes se volvieron
inexpresivos, mirando al frente y entrando en un estado de meditación y
recogimiento. En el silencio del lugar se oía como un trueno, por encima del
lejano rumor de las semi eternamente presentes en el verano, el zumbido de un
moscardón que vagaba de un lado a otro, posándose donde se le antojaba.
Un instante después el anciano maestro hizo su entrada deslizando muy suavemente
sus pies sobre la pulida madera. Después de los saludos rituales, su figura
erguida en el centro de la sala era la imagen perfecta del guerrero a punto de
comenzar un combate, ese estado de calma, de vacío, de presencia en el instante
y a la vez distancia y desapego, característico de los practicantes formados en
la Vía.
El maestro desenvaino su katana y en un solo movimiento, continuo, sin
interrupciones ni cambios de ritmo perceptibles, trazo dos tajos perfectos en el
aire que habrían sido suficientes para terminar con la vida de un enemigo
imaginario. La kata continuo.
El silbido producido por la hoja de la espada, similar al de un junco agitado en
el aire, pero infinitamente mortal en su sencillez. El tenue deslizar de los
pies. el ruido seco de las ropas. Eran los únicos sonidos que se escuchaban.
Pero no, también estaba el del dichoso moscardón que había tomado obcecado
interés en el maestro y estaba posándose en una de sus manos, justo en uno de
los momentos de mayor tensión interior...
El maestro, impasible, continuo la kata, aparentemente ajeno a la tozudez del
insecto. Pero al finalizar uno de los giros, cambio el movimiento y lanzo un
tajo hacia la pequeña figura negra que escapo milagrosamente.
El samurai tomo nota del hecho, la hoja había pasado muy cerca pero si la
intención era lucirse cortando en el aire al moscardón, el maestro había fallado
en su intento.
Cuando al fin el maestro desapareció por una puerta situada al final de la sala,
los alumnos levantaron sus frentes del suelo y salieron en silencio,
preparándose para una sesión de entrenamiento.
El samurai se acerco al hijo del maestro y comento en voz baja:
- Es una lastima que el maestro se haga anciano y pierda el pulso que le ha
hecho legendario en todo Japón.
¿Por que lo dices? - contesto el primogénito. -
- Porque al lanzar ese tajo al moscardón no ha conseguido alcanzarle, quizás por
milímetros, pero se le ha escapado. -
- Porque al lanzar ese tajo al moscardón no ha conseguido alcanzarle, quizás por
milímetros, pero se le ha escapado. -